Entre sueños, delirios y la realidad que me ha tocado vivir, sentí mi propio lamento escondido, secreto. Como si estuviera recorriendo por aquel bosque prohibido, acompañado del susurro de una corriente de brisa que se mueve en todas direcciones sin un norte a seguir, sin un propósito que cumplir, caminando por aquella triste realidad que se ocultaba tras las hojas que caen en el cruel otoño. Y fue entonces que aquel remordimiento se adentró en mí ser, jugando a ser rey en aquel castillo que por un instante creí ser mío, teniendo a mis sentidos y emociones como simples vasallos de sus crueles intenciones, utilizando en mi contra mis propios pensamientos para hacerme sentir que al final nada tienes razón de ser. Sentí como recorría mi cuerpo provocando en mi confusiones y desilusiones amargas, como si tratara de asfixiarme y doblegarme ante sus intenciones, persiguiéndome hasta acorralarme al final del camino de mis días, como si fuera culpable por haber escuchado aquel secreto que desconocía y que, desafiando las fuerzas que lo mantenían oculto a mis ojos, a mis sentidos, decidí ser merecedor de esos secretos perdidos. Sentí como lloraba mi alma al no ser escuchada, como si tratara de descifrar la solución a esos problemas que durante mucho tiempo han perturbado la existencia misma, inquieta al no ver como se derrumbaba todo aquello que se había logrado con tanto sufrimiento y desdicha. Y sentí que mi alma, devastada por todo me abandonaba, como si se arrepintiera por haberme dado fuerzas, desilusionada por no haber sido escuchada, atormentada por los miedos que yo le infundía, dejándome sin aliento, sin fuerzas y sin entendimiento. Al final, cuando creí haberlo perdido todo, cuando mi ser mismo ya no aguantaba tanta aflicción, cuando mi conciencia había muerto, desperté, empapado de sudor, alegre porque todo había sido un sueño, pero triste al saber que había tenido un lamento de mi alma.