Aunque no suelo permitir que mis sentimientos se vuelvan excesivos, sobre todo si los mismos interfieren con mi vida cotidiana, debo de admitir que esperaba con ANSIAS su tan esperada llegada. Sí, ansias de filosofar un poco sobre los secretos de la vida, ansias por degustar de su compañía mientras probamos las exquisiteces que salen del pequeño rinconcito de mi cocina. Ansias de saber cómo le había ido en su viaje hacia los campos elíseos en busca de la felicidad que había perdido en los días en que el alma y el espíritu abandonaron su cuerpo ya cansado y agotado por las interminables mentiras, cuando perdió las esperanzas por los duros golpes emocionales que le propició la injusta vida. Y después de una larga espera, aquella donde las horas se convierten en días y los días parecen meses y los meses terminan disfrazados de año, finalmente apareció de forma sorpresiva. De entrada, iniciamos con las trivialidades y las cosas superfluas, dejando los temas profundos para el plato fuerte, o al menos eso esperaba. Aunque la ingenuidad no está dentro de mis atributos personales, debo admitir que al principio fingí no darme cuenta de todo, y es que después de unos cuantos minutos, mientras me hablaba, fue su propia voz la que termino aclarando todas mis dudas: algo no estaba bien, algo había cambiado. No era la misma persona, como si parte de su ser no había regresado y se había quedado en alguna parte del camino, en su viaje sin regreso hacia el olvido. Y a pesar de su afán, de su insistencia por demostrar que todo estaba bien, que nada había cambiado, que nunca se había ido, que su partida sorpresiva había sido meramente una ilusión, note cierta preocupación que rodeaba toda su aura, una angustia la cual trataba de disimular disfrazar con su sonrisa, con sus gestos de amabilidad. Lo cierto es que mientras disfrutábamos de los placeres que se liberan al degustar un sorbo de vino, me conto lo feliz que estaba, la alegría que sentía por haber enmendado los errores del pasado, por haber encontrado la felicidad que buscaba, por haber recuperado su tan amada alma perdida, por haber vuelto de nuevo a sus días pasados, y no voy a negar que al principio disfrute bastante de su efímera compañía, que sus historias deleitaban y saciaban en cierta medida aquella terrible ansiedad de la que en un principio padecía. Y fue entonces, que todo tuvo sentido, porque entre risas dejo todo claro en mi mente cuando finalmente pude ver todas las señales. Señales de lo que sería su vida en lo adelante, señales de lo que yo como su amigo esperaría, señales de lo que sin lugar a dudas sería un adiós inminente, y yo, aunque no se lo mencione en ese momento, también deje claro en mi mente todo lo que estaba y estaría en capacidad y disposición de escuchar o soportar en lo adelante, y entonces le deje irse de nuevo, a su mundo mágico de felicidad, aun a sabiendas de que el mismo no tiene un camino de regreso.
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