Era de
esperarse. Hacia tantos años que no nos veíamos (desde la secundaria) que la
pregunta ni siquiera provoco en mi mayor sorpresa. Total, ya estoy
acostumbrado. “¿No me digas que todavía no te has casado?”, me
dijo con una expresión que combinaba sorpresa y una especie de asco que yo no
atinaba a adivinar a que se debía. Me la encontré en el supermercado, específicamente
en el pasillo donde están los refrescos. Recuerdo que llevaba un pote de cocoa, dos paquetes de platos desechables y un rollo de papel de
aluminio en la canasta del supermercado. Creo que me vio de reojo mientras me
acercaba a ella. Al acercarme vi que echaba en su canasta un pote de refresco
de 2.5 litro. Después de un “¡hoolaa!” más ficticio que entusiasta, me miro de arriba
abajo con la misma mirada “crítica y analítica” con que las personas de clase
media miran a los pobres indulgentes que se les acercan a ellos para pedirle
comida o algo de dinero. No sé si buscaba en mi algún rastro epidérmico o
textil que le permitiera entender mi estado de soltería, pero lo cierto es que
su escrutinio visual duro tantos segundos que llegue a sentirme visiblemente incómodo.
Aunque yo apenas respondía con monosílabos, ente sus comentarios para no
alargar la conversación, no dejo de hablar en ningún instante, ofreciéndome un
ameno y completo repertorio sobre las ventajas ideológicas y socioculturales de
estar casada con alguien. Fue entonces cuando respiro profundamente para
instruirme en lo que ella entendía que era su regla de oro, mientras nos
dirigíamos hacia la caja a pagar. “Mira yo”, me dijo, como si
ella representara el mejor ejemplo de candidata para compañera de vida. “Es
verdad que mi último esposo no me salió tan bueno que digamos. Nos separamos
casi de una vez. Pero no me arrepiento. La mujer debe tener a alguien para, al
menos poder decir: estuve casada”. Sus sapientísimas palabras me dejaron frisado, y una voz
interior me dijo: “¡Habla Daniel!”. Yo habría querido permanecer callado, pero
debía atender el llamado de esa voz tan mía que nunca me ha fallado, aun cuando
los silencios parecen imponerse para dejarme avergonzado de mí mismo. “¿Y
qué te parece si mejor te miento sobre mi estado amoroso?", le dije,
mientras la miraba fijamente a los ojos. “Podría decirte que estuve con
alguien sin nunca haberlo estado o que estuve casado por algunos años sin haber
tenido ninguna pareja. Al final, sería lo mismo: tu tendrás tu gran mentira y
yo tendré también la mía”. No recuerdo exactamente lo que susurro en ese
momento antes de regresar nueva vez al pasillo donde la encontré, Solo vi que encogió los hombros y entonces decidió cambiar su refresco
grande por uno más pequeño.
Bienvenid@. Ponte cómod@. Disfruta de mi espacio, de tu espacio. Mis vivencias, mis historias.......
viernes, 27 de febrero de 2009
UNA MENTIRA CON MUCHA SODA
UNA PETICION MUY ESPECIAL
Todo parece indicar que le hice química y le resulté un chico simpático desde el primer momento en que nos vimos. No voy a negar que a mí también me causo la misma impresión, y aunque no soy de esos tipos que se suelen ilusionarse por si solos y sin ningún fundamento, llegue a ver una posibilidad amorosa con significativas probabilidades de éxito, ya que me estaba encaminando a mi relación # 8. Después de aquel primer encuentro en qué quedamos impresionados el uno con el otro, hablábamos por teléfono casi todos los días y salimos a cenar en más de seis oportunidades. Y así, cada encuentro, resulto más agradable que el otro, hasta que finalmente me dijo, en una inexplicable mezcla de entusiasmo y timidez: “No se cómo vas a tomarlo, pero quiero pedirte algo que para mí es muy especial”. Durante los breves segundos que hizo silencio para proseguir el curso de su tan emotiva conversación, pasaron por mi cabeza infinidad de historias posibles desenlaces, en las que las mayorías terminaban como en esos cuentos de hadas. Sonreí al pretender que adivinaría la verdad de lo que diría. “De repente, lo tomo mejor de lo que tú piensas”, le dije, insinuándole siquiera con lo que yo suponía sería una buena noticia para mí. “Bueno, lo que quiero es que te hagas el mejor amigo de mi pareja, así ya no tendré que mentir a la hora de salir y juntarme contigo”. No tengo palabras para describir los choques sentimentales que sentí en ese momento. Sentí como si me hubieran echado una cubeta de agua fría luego de haber permanecido dos horas bajo el sol (situación completamente idílica, tomando en cuenta que duró dos horas secándome delante de mi abanico, mientras me voy vistiendo, luego de una vigorosa ducha): “Además aprecio y amo mucho a mi pareja, pero sin lugar a dudas la querría todavía más si se contagiara de tu chispa, de tu entusiasmo y tu buen sentido del humor”, concluyo diciendo. No puedo recordar si dijo algo más después de eso, pero estoy seguro de que, aunque así fuera, no lo habría escuchado, porque creo que repentinamente deje de escuchar, de ver y hasta de respirar, durante largo tiempo. Hoy después de tres años, de tan funesta experiencia, por coincidencia de la vida y del destino, nos volvimos a ver. Y al igual que en esa ocasión me pidió otra petición muy especial. Y aunque esta vez sí era la petición que yo me imaginaba, lamentablemente tuve que rechazarla puesto que ya no podía servirle de ayuda. Y es que ya no conservo mi tan apreciado sentido del humor. Ya no soy tan chisposo, ni mucho menos entusiasta como en ese entonces.
martes, 24 de febrero de 2009
DE HOMBRE A NIÑO OTRA VEZ
Apelando
un poco a mi escaza memoria, recuerdo que, en los días de mi niñez, hacia mis tareas religiosamente, no peleaba, y me portaba bien para que mi madre me
recompensara con una tarde de paseo por la calle el conde. Claro, dicho paseo carecía de premio alguno, como un helado o una golosina (con lo
mucho que me gustaban las golosinas). Para ser sincero, no recuerdo el número
de veces que llegue a pasearme desde niño por esa calle, pero si recuerdo lo
mucho que me divertía caminar de un lugar a otro, a lo largo del
conde peatonal, como el que camina sin rumbo y sin destino. ¿Por qué traigo
esta pequeña anécdota de mi juventud a colación? Hoy, después de 20 años (eso me recuerda lo viejo que me
estoy poniendo) tengo que transitar por esta calle peatonal todos los días. Verán, trabajo en la calle Isabel La católica de la zona colonial desde hace 6 años y para llegar a
mi trabajo tengo que caminar por ella todos los días (de ida y
vuelta). La he caminado tantas veces que ya se me ha hecho una costumbre. Al
principio me sentía extraño caminar por ella, con tanta gente a
mi alrededor, muchas tiendas abiertas, vagabundos en las
esquinas, restaurantes que llaman mucho la atención, prostitutas en cada esquina y los típicos homosexuales que transitan en ella. Hoy sucedió algo especial. Algo que no me sucedía desde hace mucho tiempo. Al medio día decidí almorzar fuera de la oficina y obviamente,
el conde era la opción del día. No tengo que contarle la travesía mientras iba, pero al venir me paso algo increíble. Al llegar a la esquina del parque Colon, me llegaron
algunos recuerdos de mi niñez, sí, de los días en que mi madre me paseaba por el parque colon.
Entonces mire hacia los lados y había algo diferente en el entorno. La gente me empezó a parecerme graciosa. Por un momento quise saber lo que pasaba por las
mentes de todo el que se quedaba mirándome. Vi el parque colorido. Las palomas me parecieron
graciosas. Los turistas ya no eran tan desagradables. Es extraño, pero me sentí diferente. Diferente a todos los días en que he transitado por allí. Al llegar a mi trabajo noté que se había ido la magia, pero después de todo me alegra haber ido a comer fuera, porque increíblemente, aunque tan solo fue por unos minutos: volví a
ser un niño de nuevo.