A veces
solemos escuchar ciertas cosas, que, en la mayoría de los casos, pasa
desapercibido a nuestros sentidos más desarrollados, y en otras, nos retumban
en el tímpano del oído, como cuando se escucha el tintineo retornante de la
campana de la iglesia que está cerca de mi casa anunciando la inminente llegada
de la noche. Pero de repente, cuando le ponemos atención a esos susurros
retratados en sepia, descubrimos que estamos desnudos, como si nuestras faltas
y errores permanecieran disfrazados en forma de virtudes y cualidades de
las cuales en numerosas ocasiones llegamos a hacer alardes de ellas. Durante
toda mi vida, y desde que tengo uso de razón, me he considerado ser un chico
divertido, entusiasta, pero sobre todo muy encantador. Y aunque soy de los
pro-defensores del circulo de ida de adaptación, lo del encanto, modestia y
aparte, siempre ha sido un don natural, o al menos eso creía, hasta que
recientemente escuche el “tintineo de las campanas” como un enorme eco en mis
oídos: “Quizás estás perdiendo tus encantos, pero descuida eso pasa
cuando nos vamos poniendo viejos”, me dijo, como si él fuera el ejemplo perfecto de
la juventud divina. No recuerdo haber emitido ningún sonido después de
escuchar sus palabras providentes, más bien, me invadieron una serie de gestos
y fenómenos inexplicables, como en aquella ocasión cuando me quede mudo y lo
único que podía pronunciar eran escasos fonemas y algunas frases balbuceantes
acompañadas de muecas y símbolos a medias. ¿Qué puede hacer que una persona
pierda sus encantos? Fue la primera pregunta que vino a mi mente después de
escucharlo, como si de repente quedara desnudo ante una triste realidad que de
manera consiente o involuntaria, permanecía escondida de mi a mis propios
sentidos. Me detuve por un momento, en busca de aquellos rasgos que
evidenciaran mi perdida de carisma, mire fijamente mi cara por la pantalla de
mi celular, abrí los parpados y examine minuciosamente cada detalle de mi cara,
cada anomalía, cualquier cosa que me ayudara a interpretar sus palabras, porque
al jugar a que era médico me iba convenciendo de que era verdad, de que alguien
me había robado mi risa, de que quizás tenía razón y me había dejado todo mi
encanto perdido en algún sueño de esas madrugadas que hoy no recuerdo. Y
entonces, como si Dios escuchara mis plegarias, pronuncio las más sabias
palabras que le oído escuchar en toda mi vida: “Pero no te
preocupes, para compensar deberías de empezar a hacer más amable, porque
mientras ustedes pierden su encanto, nosotros los jóvenes lo vamos aprovechando”. Entonces, fue en ese momento que lo mire fijamente, y note
que tenía canas, que tenía arrugas en su cara, que al caminar caminaba encorvado
como los saltamontes, con los parpados hundidos y unas ojeras que en tiempo de
mi abuela se hubieran confundido con algún animal raro en una noche oscura, y
si mis reflejos estaban bien me pareció verlo arrastrar sus pies cuando
caminaba. Entonces ahí, y solo ahí, recordé todo aquel rollo de la física de
que la materia no se pierde, sino que se transforma. En mí, el encanto no se
perdió, sino que se transformó y me hizo lucir más joven, y en él, el encanto
se desbordo, pero convirtiéndolo en una persona que, a pesar de ser más joven
que yo, luciendo más viejo y desgastado.
Bienvenid@. Ponte cómod@. Disfruta de mi espacio, de tu espacio. Mis vivencias, mis historias.......
martes, 25 de junio de 2013
ENCANTADORES Y ENCANTADOS
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